Por JORGE MANRIQUE GRISALES
Gracias a Gabriel Omar Batistuta, el implacable delantero de la Selección argentina, Adriana recuperó a su escurridizo marido. Después del 3-1 en la fría noche del Estadio El Campín, ella volvió a ver a su hombre tal cual era hace tres campeonatos mundiales de fútbol, cuando la Selección Colombia no lo trasnochaba.
En esos primeros años dorados de su matrimonio, su esposo Antonio se limitaba a ver los resultados de los partidos en los periódicos, pues la mayoría de las veces se quedaba dormido frente al televisor cuando no pasaba nada importante con Colombia y él sabía que la Selección no estaba como para ir a un Mundial. Total, que la vida transcurría sin sobresaltos y Adriana no tenía rivales, con guayos y pantaloneta, al momento de ir a la cama con su marido.
Sin embargo, soplaron vientos de desgracia para la joven cuando un odontólogo chocoano, de nombre Francisco Maturana, comenzó a vender la idea de ir con un equipo colombiano a disputar el Mundial de 1990 en Italia.
Después de un agónico gol de “El Palomo” Uzuriaga en Barranquilla frente a un serio y ordenado equipo de Israel, el piso comenzó a movérsele a Adriana. Colombia estaba clasificada y su esposo estaba llorando de emoción frente al televisor, tal como lo hacía en la pantalla chica el comentarista Luis Alfredo Céspedes recordando que desde el lejano 4-4 con la Unión Soviética, en el Mundial de Chile de 1962, no había historia para el fútbol colombiano.
Llegó el Mundial de Italia y Adriana comenzó a ver oscuro el panorama. Su esposo sudaba la calentura futbolera envuelto en la bandera tricolor y no llegaba a la casa después que jugaba la Selección nacional.
La cosa se puso dramática con el gol de Freddy Rincón a Alemania. Esto significó para Antonio dos días de celebración con los compañeros de la oficina. Sin embargo, días después Mila, un veloz moreno de Camerún, sacaría a “nuestra gloriosa Selección” de la contienda por la Copa Mundo.
LO PEOR: 5-0 CONTRA ARGENTINA
Pero aún estaba por venir lo peor. En las eliminatorias del Mundial de 1994 se enfrentaron en el Estadio de River, en Buenos Aires, Colombia y Argentina.
Antonio se endeudó con una agencia de viajes y se largó para la capital argentina. Adriana vio con resignación uno a uno los cinco goles de Rincón, Asprilla y el “Tren” Valencia. “Final, final, no va más”, escuchó decir al narrador cuando el partido terminó y ella creyó firmemente que con él también acababa su matrimonio: estaba convencida que su esposo se quedaría a vivir con su amada e invencible Selección Colombia, “la mejor del mundo”.
Antonio regresó pero a empacar maletas para ir a ver a Colombia coronarse campeón mundial de fútbol en Estados Unidos. Sin embargo, las derrotas 3-0 y 2-1 ante Rumania y Estados Unidos, con autogol incluido, le volvieron a Adriana el alma al cuerpo ya que pensó que al fin su esposo regresaría manso a su lado como el guerrero después de la batalla.
¡Qué lejos estaban sus cálculos! Pues llegó el Mundial de Francia y con él nuevamente se le subió la temperatura futbolera a su esposo, quien sacó a plazos los tiquetes y las boletas para ver el resurgimiento glorioso de la Selección Colombia en tierras europeas.
En esa ocasión, Inglaterra le recordó a los colombianos que no habíamos ganado nada en materia futbolística como Selección Nacional de Mayores y nos despachó rapidito de la fase eliminatoria de Francia 98.
Antonio había vivido intensamente los procesos Maturana y “Bolillo” Gómez. También se había leído todos los libros sobre nuestra Selección que después del inolvidable 5-0 habían escrito Peláez y otros pontífices “de la narración y el comentario”. A pesar de la adversidad en los Mundiales de Estados Unidos y Francia, el hombre no se resignaba a enterrar su ilusión.
Como el Ave Fénix, surgió de las cenizas de un vergonzoso 9-0 frente a Brasil el “Chiqui” García. Pasaron los días y el 0-0 contra los tetracampeones del mundo en el primer partido de la eliminatoria del Mundial de Corea y Japón del 2002 nos devolvió a los tiempos del 4-4 contra la URSS y el 1-1 contra Alemania que tanto regocijaron el sufrido corazón de los hinchas colombianos.
Luego vendrían el 1-1 contra Bolivia en La Paz (“toda una gesta a 3.600 metros sobre el nivel del mar”) y la “contundente” victoria 3-1 contra Venezuela. Hasta aquí todo estaba servido como para recordarle a Argentina el 5-0 de 1993. La cita era en El Campín la noche del 29 del junio del 2000.
Como de costumbre, Antonio se fue desde las dos de la tarde con la “barra” de la oficina rumbo al estadio. A las nueve de la noche, cuando el árbitro dio inicio al partido, ya estaba sin voz de tanto gritar, azuzado por las cámaras de televisión y los reporteros que les pedían a los hinchas que repitieran una y otra vez el estribillo aquel de “eeoo-eeoo, Colombia ganará”.
Vino el primer gol de Batistuta y las voces en El Campín se acallaron, aunque sólo por tres minutos, pues de las agotadas gargantas salió otro grito de alegría cuando Frankie Oviedo empató el partido. Todo indicaba que el primer tiempo acabaría 1-1-, pero otra vez Batistuta silenció el estadio con un espectacular gol.
Las gargantas, los ánimos y la fuerza por Colombia se renovaron para la segunda etapa del partido, pero los planteamientos del “Chiqui” fallaron y faltando 15 minutos para el final, Hernán Crespo sentenció la noche colombiana con un inobjetable 3-1 a favor de los gauchos.
Mientras esto sucedía, en el corazón de Adriana revivía la esperanza de tener pronto de regreso a su marido. Mantuvo el televisor apagado durante el primer tiempo y lo encendió sólo cuando escuchó el crujir de dientes del vecindario. Ya el asunto estaba liquidado.
Tal como lo había pensado, Antonio se vino “derechito” para la casa. Sonriente abrió la puerta con una botella de vino en la mano. “No más 5-0… Vamos a brindar porque esta noche no hay nada que celebrar… Se acabó esta vaina”, sentenció antes de apretar contra su cuerpo a su mujer y estamparle un cinematográfico beso. Esa noche el hombre no habló de fútbol. Ni siquiera mencionó lo de la inclusión de Dinas en la alineación a última hora o de la orfandad de Juan Pablo Angel en el ataque colombiano. Se llevó a Adriana a la cama y le hizo el amor consciente de cada centímetro cuadrado de ese nuevo campo de juego. Adriana lo acogió con la ternura con la que se recibe a un hijo pródigo y al cerrar los ojos vió claramente a Batistuta con los brazos abiertos y entonces comenzó amar sus dos golazos, sus ojos azules, su cabello largo y su chivera… “Te adoro Batistuta”, pensó, mientras su esposo comenzaba a darse cuenta de las noches que había perdido por andar pendiente de una pasión que duele y que se llama Colombia.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario