Por Jorge
Manrique Grisales
Cuando José
Arcadio Buendía atravesó con su lanza de cazar tigres el cuello de Prudencio
Aguilar, una noche de pelea de gallos, estaba sellando su destino. Primero, su
mujer, Úrsula Iguarán, dejaría de usar un extraño cinturón de castidad que le
había hecho su madre con lona de vela de barco ante el miedo ancestral de
concebir hijos con cola de iguana. Y segundo, después del acoso del difunto, quien
se aparecía todo el tiempo limpiando su herida de la garganta, José Arcadio y
Úrsula tendrían que irse a buscar otro lugar donde vivir. Tiempo después, junto
con otras familias, fundarían a Macondo.
Años antes
de escribir esta historia, que le valió la gloria como escritor, la curiosidad
de periodista había llevado a Gabriel García Márquez a escrutar los asuntos de
la muerte. El 26 de octubre de 1949, Clemente Manuel Zabala, su jefe de
redacción en El Universal, lo envió a mirar lo que pasaba en el convento de las
clarisas donde estaban desocupando las criptas del altar mayor pues el lugar se
convertiría en hotel de lujo. Allí vio como de la cripta marcada con el nombre
de Sierva María de Todos los Ángeles emergió una cabellera espléndida de color
cobre intenso que se derramó sobre el piso. Eran 22 metros y once centímetros
de cabellos que emergían del pequeño cráneo de una niña que murió de amor.
Yo no
estaba tan seguro si fue realidad o ficción que una vez vi en persona a García
Márquez, pero una foto en la página 27 de El
Espectador correspondiente al domingo 20 de abril de 2014 me sacó de dudas.
Allí aparece una de las señoras que en aquella época nos repartía el tinto en las
apremiantes horas del cierre de edición, algunas secretarias, el fotógrafo Rodrigo
Dueñas y muy al fondo, casi imperceptibles, Fernando Cano y Juan Guillermo
Cano, los hijos de don Guillermo Cano, entonces director del periódico.
No me
quedaron dudas después de observar detalladamente esa fotografía en la que aparece
García Márquez firmando libros en la sala de redacción de El Espectador. No tengo fotos con él, ni libros autografiados. Es
más, no me acerqué ese día al corrillo que asediaba al escritor quizás por un
extraño temor reverencial. Quería seguir recordándolo lejano y etéreo como
cuando a los 14 años comencé a comprar sus libros de cuentos juntando la mesada
del recreo de varias semanas.
Cuando creí
que la fascinación máxima había llegado a mis 17 años cuando leí por primera
vez, en un libro prestado por un profesor, Cien
años de Soledad, apareció el relato alucinante de El Otoño del Patriarca. Me
declaré entonces prisionero de su estilo de contar. Todos queríamos ser García
Márquez. Tener esa cabeza prodigiosa donde nacían historias como la de La Cándida Eréndira y su abuela desalmada o la del día en que Pelayo encontró un Señor muy viejo con alas enormes en el
patio de su casa.
Sentimos
frío en el estómago cuando Arcadio descubrió el amor en las sábanas de Pilar
Ternera, pero también nos morimos de amor cuando Remedios la Bella andaba desnuda por ahí, como si nada,
antes de subir al cielo envuelta en las sábanas de Úrsula porque no era para
nadie de este mundo.
El desmadre
de los funerales de Bendición Alvarado, el paso del cometa de papel de estaño,
la espléndida cena en la que los comensales se comieron a un general con todas
sus insignias, las peleas de perros en el barrio donde vivía la mujer más bella
del mundo y los amores de agonía en cualquier rincón de un palacio presidencial,
nos pusieron en el filo de la existencia.
Pero la
cosa no paró allí... Florentino Ariza se pasó la vida gastando su pólvora en la
cacería de amores furtivos antes de embarcarse con Fermina Daza en un vapor por
el río Magdalena para lo que les quedaba de vida. Ese fue el mismo personaje que
dijo que no creía en Dios pero le temía.
El hombre
que escribió sobre todas estas cosas murió un Jueves Santo, el mismo día que Úrsula
Iguarán en Cien años de Soledad. Sin
embargo, su sombra sigue ahí, en modo escritor y en modo periodista. Hace unos
pocos días leí en voz alta con mis estudiantes de Escritura Periodística su texto
Caracas sin agua para explicar la
estructura de la crónica, y a otra de mis alumnas le recomendé que se leyera El cementerio de las cartas perdidas
para que se le ocurrieran ideas en torno a una historia sobre el guardaequipajes
de la Terminal de Transporte de Cali.
También caí
en cuenta que un libro que acabo de terminar sobre el oficio de reportero está
salpicado de sus enseñanzas a pesar que jamás asistí a sus muy mentados cursos
en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Quizás lo
que más me quedó sonando de todo lo que leí con motivo de su muerte sea lo que dijo
el escritor William Ospina en El
Espectador sobre su literatura: “…Hay
siempre en ella un costado noticioso: su estilo siempre nos está informando
algo. Sus párrafos tienen la claridad de la concisión, y a menudo el impacto de
las noticias.” Con esto, Ospina logró retratar
de cuerpo entero al escritor-reportero que embrujó la escritura.